por Miguel Mazzeo
José Luís Mangieri tal vez haya sido el emblema del editor de izquierda en nuestro país. Un “agitador cultural” que conservó inalterada la estirpe de los macizos artesanos y que tuvo la virtud de construirse rincones soberanos para conservar todos los sueños de justicia y desmesura, jamás concebidos -al modo de los pusilánimes- como el inicio de una tragedia. José Luís también creía que no necesariamente toda certidumbre es una desolación condenada a ser llamada malentendido en el futuro. Por eso era un poco Fausto (ágil de sueños), un poco mago (de corazón espacioso) un poco tótem (con todos, entre todos).
José Luís además de editor era poeta en el sentido más abarcador del término. Los 15 poemas y un títere de 1963 y los Poemas del amor y la guerra de 2004, son sólo la porción escrita de su poesía. En realidad toda su obra de editor y de militante puede ser concebida como el fruto de su espíritu poético. Ese espíritu poético era el fundamento de su amor por las verdades desnudas de artificios, de su coherencia, de su humor, de su generosidad y de su desprecio por los burócratas de todas las especies. Por cierto, a través de ellos, José Luís canalizaba su repudio a la normalidad aplastante y a los sujetos que por algún formato de “seguridad” (material, política, etc.) aceptaban convertirse en tiesos accesorios al servicio de alguna objetividad. Evidentemente desentonaba en el ámbito político y no encajaba en el ámbito editorial (el visible, oficial, institucional y comercial).
José Luís logró articular en diferentes campos la épica y la lírica, el gatillo con la luna. Y si bien el sentido de lo épico, de lo lírico, del gatillo y de la luna, se modificó históricamente, él nunca perdió la brújula. Lejos del mito elitista, siempre decía que los libros no cambiaban al mundo, pero que había libros que lo cambiaban más que otros. Por eso, desde La Rosa Blindada (y de algún modo también desde Ediciones Caldén y los Libros de Tierra Firme), asumió con modestia una tarea que sabía necesaria pero irremediablemente parcial. Conservó esa certeza aún en las épocas de derrota en las que el vacío parecía amarrarse en el centro de las perspectivas, cuando mirarnos ya no servía para alimentarnos las palabras, los códigos, los sueños de justicia. A pesar de todo, esa derrota nunca lo apabulló, nunca lo dejó seco de palabras. Sabía bien que la cultura sin conflictos (conflictos sustanciales y no los conflictos de segundo orden que instituyen los intelectuales institucionalizados) se muere de hambre en un mundo gastado.
Además de las revistas y libros que publicó a la largo de su vida, que podrán servir como raíz y acicate, o bien tener un destino más gris de íconos históricos, quedará para siempre, para quienes quieran retomarlo, su ejemplo de editor – militante que convirtió las revistas y los libros en trincheras, que supo desarrollar una praxis contrapuesta a la lógica mercantil, la alienación y la succión de plusvalía ideológica. Una praxis que ya han retomado cientos de emprendimientos editoriales autogestionarios que se conciben como partes de construcciones sociales y políticas integrales y que reivindican horizontes de transformación radical de la sociedad. En esos fuegos, como ceniza encabritada a la espera de lo nuevo, vivirá para siempre José Luís.
A mí, además, me acompañará para siempre su mirada cálida e inapelable vislumbrada en el vértigo de alguna ginebra.
José Luís además de editor era poeta en el sentido más abarcador del término. Los 15 poemas y un títere de 1963 y los Poemas del amor y la guerra de 2004, son sólo la porción escrita de su poesía. En realidad toda su obra de editor y de militante puede ser concebida como el fruto de su espíritu poético. Ese espíritu poético era el fundamento de su amor por las verdades desnudas de artificios, de su coherencia, de su humor, de su generosidad y de su desprecio por los burócratas de todas las especies. Por cierto, a través de ellos, José Luís canalizaba su repudio a la normalidad aplastante y a los sujetos que por algún formato de “seguridad” (material, política, etc.) aceptaban convertirse en tiesos accesorios al servicio de alguna objetividad. Evidentemente desentonaba en el ámbito político y no encajaba en el ámbito editorial (el visible, oficial, institucional y comercial).
José Luís logró articular en diferentes campos la épica y la lírica, el gatillo con la luna. Y si bien el sentido de lo épico, de lo lírico, del gatillo y de la luna, se modificó históricamente, él nunca perdió la brújula. Lejos del mito elitista, siempre decía que los libros no cambiaban al mundo, pero que había libros que lo cambiaban más que otros. Por eso, desde La Rosa Blindada (y de algún modo también desde Ediciones Caldén y los Libros de Tierra Firme), asumió con modestia una tarea que sabía necesaria pero irremediablemente parcial. Conservó esa certeza aún en las épocas de derrota en las que el vacío parecía amarrarse en el centro de las perspectivas, cuando mirarnos ya no servía para alimentarnos las palabras, los códigos, los sueños de justicia. A pesar de todo, esa derrota nunca lo apabulló, nunca lo dejó seco de palabras. Sabía bien que la cultura sin conflictos (conflictos sustanciales y no los conflictos de segundo orden que instituyen los intelectuales institucionalizados) se muere de hambre en un mundo gastado.
Además de las revistas y libros que publicó a la largo de su vida, que podrán servir como raíz y acicate, o bien tener un destino más gris de íconos históricos, quedará para siempre, para quienes quieran retomarlo, su ejemplo de editor – militante que convirtió las revistas y los libros en trincheras, que supo desarrollar una praxis contrapuesta a la lógica mercantil, la alienación y la succión de plusvalía ideológica. Una praxis que ya han retomado cientos de emprendimientos editoriales autogestionarios que se conciben como partes de construcciones sociales y políticas integrales y que reivindican horizontes de transformación radical de la sociedad. En esos fuegos, como ceniza encabritada a la espera de lo nuevo, vivirá para siempre José Luís.
A mí, además, me acompañará para siempre su mirada cálida e inapelable vislumbrada en el vértigo de alguna ginebra.
Lanús Oeste, 2 de noviembre de 2008
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